NEXUS de YUVAL NOAH HARARI
LA ELABORACIÓN DE LA BIBLIA HEBREA.
Durante el primer milenio a. e. c., profetas, sacerdotes y
estudiosos judíos produjeron una extensa colección de relatos, documentos,
profecías, poemas, plegarias y crónicas. La Biblia como un único volumen
sagrado no existía en tiempos bíblicos. El rey David o el profeta Isaías nunca
vieron una copia de la Biblia.
De manera errónea, a veces se afirma que, de todas las que han
llegado a nuestros días, la copia más antigua de la Biblia procede de los
rollos del mar Muerto. Estos rollos son un conjunto de unos novecientos
documentos escritos principalmente durante los dos últimos siglos a. e. c. y
que se encontraron en varias cuevas en las inmediaciones de Qumrán, una aldea
cercana al mar Muerto. La mayoría de los estudiosos cree que constituían el
archivo de una secta judía que vivió cerca.
Es importante señalar que ninguno de los rollos contiene una copia
de la Biblia y que ninguno indica que los veinticuatro libros del Antiguo
Testamento se consideraran una base de datos única y completa. Algunos de los
rollos sí que registran textos que en la actualidad forman parte de la Biblia
canónica. Por ejemplo, diecinueve rollos y fragmentos de manuscritos conservan
partes del libro del Génesis. Pero muchos registran textos que posteriormente
fueron excluidos de la Biblia. Por ejemplo, más de veinte rollos y fragmentos
conservan partes del libro de Enoc, un libro que se supone que escribió el
patriarca Enoc, bisabuelo de Noé, y que contiene la historia de los ángeles y
los demonios, así como una profecía sobre la llegada del Mesías. Al parecer,
los judíos de Qumrán concedían gran importancia tanto al Génesis como a Enoc, y
no consideraban que el Génesis fuera canónico y que Enoc fuera apócrifo. De
hecho, hasta el día de hoy algunos judíos etíopes y algunas sectas cristianas
consideran que Enoc forma parte de su canon.
Incluso los pergaminos que registran futuros textos canónicos
difieren en ocasiones de la versión canónica actual. Por ejemplo, el texto
canónico del Deuteronomio 32, 8 dice que Dios dividió los pueblos de la Tierra
según «el número de hijos de Israel». En cambio, la versión registrada en los
rollos del mar Muerto reza que fue según «el número de hijos de Dios», lo que
implica un hecho bastante llamativo, y es que Dios tiene múltiples hijos. En el
Deuteronomio 8, 6, el texto canónico insta a los fieles a temer a Dios,
mientras que la versión de los rollos del mar Muerto les pide que amen a Dios.
Algunas versiones ofrecen variaciones mucho más sustanciales que una sola
palabra aquí o allí. Los pergaminos de los Salmos contienen salmos enteros que
no forman parte de la Biblia canónica (en especial los salmos 151, 154 y 155).
De forma similar, la traducción más antigua de la Biblia —la
Septuaginta griega—, compuesta entre los siglos III
y II a. e. c., se diferencia en muchos aspectos de la versión canónica
posterior. Incluye, por ejemplo, los libros de Tobías, Judit, Sirac, Macabeos,
la Sabiduría de Salomón, los Salmos de Salomón y el salmo 151. También contiene
versiones más extensas de Daniel y Ester. Su libro de Jeremías es un 15 por
ciento más breve que en la versión canónica. Finalmente, en Deuteronomio 32, 8,
la mayoría de los manuscritos de la Septuaginta hablan de «hijos de Dios» o de
«ángeles de Dios», y no de «hijos de Israel».
Se necesitaron siglos de debates minuciosos entre eruditos judíos —conocidos
como rabinos— para racionalizar la base de datos canónica y decidir qué textos
de los muchos que había en circulación formarían parte de la Biblia como
palabra oficial de Yahveh y cuáles serían excluidos. Es probable que en la
época de Jesús se hubiese alcanzado un acuerdo sobre la mayoría de los textos,
pero incluso un siglo después había rabinos que seguían discutiendo si el
Cantar de los Cantares debía formar parte del canon. Ciertos rabinos condenaban
el texto como poesía amorosa secular, mientras que el rabino Akiva (m. el 135 e.
c.) lo defendía como una creación del rey Salomón inspirada por la divinidad.
Es bien sabido que Akiva dijo que «El Cantar de los Cantares es el Santo de los
Santos». Al parecer, para finales del siglo I e. c. se había alcanzado un
consenso generalizado entre los rabinos judíos acerca de qué textos formaban
parte del canon bíblico y cuáles no, pero los debates sobre este asunto, y
sobre la redacción, el deletreo y la pronunciación precisos de cada texto no
acabaron de resolverse hasta la era Masorética (del siglo VII al X e. c.).
Este proceso de canonización decidió que el Génesis era la palabra
de Yahveh, pero que el libro de Enoc, la Vida de Adán y Eva y el Testamento de
Abraham eran invenciones humanas. Los Salmos del rey David fueron canonizados
(menos los salmos 151 a 155), pero los Salmos del rey Salomón, no. El libro de
Malaquías obtuvo el sello de aprobación; el libro de Baruc, no. Crónicas, sí;
Macabeos, no.
Resulta interesante que varios de los libros que se mencionan en
la propia Biblia no consiguieran entrar en el canon. Por ejemplo, los libros de
Josué y Samuel se refieren a un texto sagrado muy antiguo conocido como libro
de Jaser (Josué 10, 13, II Samuel 1,18). El libro de Números se refiere al
«libro de las Guerras de Yahveh» (Números 21, 14). Y, cuando II Crónicas valora
el reinado del rey Salomón, concluye diciendo que «el resto de los hechos de
Salomón, los primeros y los postreros, ¿no está escrito en los libros de Natán,
profeta, en el de Ajías, silonita, y en las profecías de Ido, vidente, contra
Jeroboam, hijo de Nabat?» (II Crónicas 9, 29). Los libros de Ido, Ajías y
Natán, así como los libros de Jaser y las Guerras de Yahveh no se hallan en la
Biblia canónica. Por lo visto, no fueron excluidos a propósito; simplemente se
perdieron.
Con el canon cerrado, la mayoría de los judíos fueron olvidando el
papel de las instituciones humanas en el complicado proceso de compilar la
Biblia. La ortodoxia judía mantuvo que Dios en persona había legado a Moisés
toda la primera parte de la Biblia, la Torá, en el monte Sinaí. Además, muchos
rabinos adujeron que Dios creó la Torá en los mismos albores de los tiempos, de
modo que incluso personajes bíblicos que vivieron antes de Moisés —como Noé y
Adán— la leyeron y la estudiaron. El resto de las partes de la Biblia también
llegaron a considerarse obra de la divinidad o un texto inspirado por ella, muy
diferente de compilaciones humanas ordinarias. Una vez se cerrara el libro
sagrado, se esperaba que los judíos tuvieran acceso directo a la palabra exacta
de Yahveh, que ningún humano falible o institución corrupta podría borrar ni
alterar.
Anticipándose en unos dos mil años a la idea de la cadena de
bloques, los judíos empezaron a hacer numerosas copias del código sagrado, y se
suponía que cada comunidad judía debía tener al menos una en su sinagoga o en
su bet midrash (sala de estudios). Esto estaba destinado a alcanzar un
doble objetivo. Primero, divulgar muchas copias del libro sagrado garantizaba
una democratización de la religión y el establecimiento de unos límites
estrictos al poder de posibles autócratas humanos. Mientras que los archivos de
los faraones egipcios y de los reyes asirios otorgaban poder a la insondable
burocracia real a expensas de las masas, el libro sagrado judío parecía
conceder Poder a las masas, que ahora podían hacer que incluso el líder más
descarado tuviese que responder ante las leyes de Dios.
Segundo, y más importante, poseer muchas copias del mismo libro
impedía que el texto se manipulara. Si había miles de copias idénticas en
numerosos lugares, cualquier intento de cambiar ni que fuera una única letra del código sangrado
podría denunciarse fácilmente como un fraude. Con numerosas biblias disponibles
en localidades distantes los judíos sustituyeron el despotismo humano por la
soberanía divina. Ahora el orden social quedaba garantizado gracias a la
tecnología infalible del libro. O eso parecía. (pp. 114-118)
LA BIBLIA DIVIDIDA
La descripción anterior de la canonización de la Biblia y de la
creación de la Mishná y el Talmud pasa por alto un dato muy importante. El
proceso de canonización de la palabra de Yahveh creó no una cadena de textos,
sino varias cadenas en competencia. Había gente que creía en Yahveh, pero no en
los rabinos. La mayoría de estos disidentes aceptaban el primer bloque de la
cadena bíblica, al que llamaban Antiguo Testamento. Pero, ya antes de que los
rabinos cerraran dicho bloque, los disidentes rechazaron la autoridad de la
institución rabínica, lo que los condujo a un posterior rechazo de la Mishná y
del Talmud. Estos disidentes eran los cristianos.
Cuando surgió en el siglo I e. c., el cristianismo no era una
religión unificada, sino más bien una serie de movimientos judíos que no
estaban de acuerdo en muchas cosas, excepto en que todos consideraban que
Jesucristo —y no la institución rabínica— ejercía como autoridad suprema sobre
las palabras de Yahveh. Los cristianos aceptaban la divinidad de textos como el
Génesis, Samuel e Isaías, pero aducían que los rabinos los interpretaban mal y
que solo Jesús y sus discípulos conocían el verdadero significado de pasajes
como «el Señor mismo os dará por eso la señal: he aquí que la virgen grávida da
a luz, y le llama Emmanuel» (Isaías 7, 14). Los rabinos dijeron almah,
que significa «mujer joven», Immanuel, que significa «Dios con nosotros»
(en hebreo immanu quiere decir «con nosotros» y el significa
«Dios»), y todo el pasaje se interpretó como una promesa divina de ayuda al
pueblo judío en su lucha contra los imperios extranjeros y opresores. En
contraste, los cristianos aducían que almah significaba «virgen», que
Immanuel significaba que Dios nacería literalmente entre los humanos, y que
esto profetizaba que el divino Jesús nacería de la Virgen María en la Tierra.
Sin embargo, al rechazar la autoridad de la institución rabínica y
aceptar al mismo tiempo la posibilidad de nuevas revelaciones divinas, los
cristianos abrieron las puertas al caos. En el siglo I e. c., y todavía más en
los siglos II y III e. c., aparecieron diferentes cristianos cargados de
interpretaciones radicalmente nuevas de libros como el Génesis e Isaías, así
como de una plétora de nuevos mensajes de Dios. Puesto que rechazaban la
autoridad de los rabinos, puesto que Jesús estaba muerto y no podía mediar
entre ellos y puesto que todavía no existía una iglesia cristiana unificada,
¿Quién podía decidir qué interpretaciones y mensajes estaban inspirados por la
divinidad?
Así, Juan no fue el único en describir el fin del mundo en su Apocalipsis
(el libro de la Revelación). Tenemos muchos más apocalipsis de esta época; por
ejemplo, el Apocalipsis de Pedro, el Apocalipsis de Jaime e incluso el
Apocalipsis de Abraham. Y, en cuanto a la vida y las enseñanzas de Jesús,
además de los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, los primeros
cristianos tenían el Evangelio de Pedro, el Evangelio de María, el Evangelio de
la Verdad, el Evangelio del Salvador*s y otros varios. De modo similar, además
de los Hechos de los Apóstoles, hubo al menos otra docena de Hechos, como los
Hechos de Pedro y los Hechos de Andrés. Las cartas fueron todavía más
prolíficas. La mayoría de las biblias actuales contienen catorce epístolas
atribuidas a Pablo, tres atribuidas a Juan, dos a Pedro y una a Jaime y otra a
Judas. Los antiguos cristianos estaban familiarizados no solo con las cartas
paulinas adicionales (como la Epístola a los Laodicenses), sino con otras
numerosas epístolas supuestamente escritas por otros discípulos y santos.
El hecho de que los cristianos compusieran cada vez más
evangelios, epístolas, profecías, parábolas, plegarias y otros textos hizo difícil
saber a cuáles prestar atención. Los cristianos necesitaban una institución que
los clasificara. Así fue como se creó el Nuevo Testamento. Más o menos en la misma época en que los debates entre rabinos
judíos producían la Mishná y el Talmud, los debates entre sacerdotes, obispos y
teólogos cristianos produjeron el Nuevo Testamento.
En una carta del año 367 e. c., el obispo Atanasio de Alejandría
recomendaba veintisiete textos que los fieles cristianos debían leer, una
colección bastante ecléctica de relatos, cartas y profecías escritos por
personas diferentes en épocas y lugares distintos. Atanasio recomendaba el
Apocalipsis de Juan, pero no los de Pedro o Abraham. Aprobaba la Epístola de
Pablo a los Gálatas, pero no la Epístola de Pablo a los Laodicenses. Aceptaba
los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, pero rechazaba el Evangelio de
Tomás y el Evangelio de la Verdad.
Una generación más tarde, en los concilios de Hipona (393) y
Cartago (397), las reuniones de obispos y teólogos desembocaron en la
canonización formal de esta lista de recomendaciones, que se conoció como Nuevo
Testamento. Cuando los cristianos hablan de «la Biblia», se refieren al Antiguo
Testamento y al Nuevo Testamento. En cambio, el judaísmo no aceptó nunca el
Nuevo estamento y, cuando los judíos hablan de «la Biblia», se refieren solo al
Antiguo Testamento, que se complementa con la Mishná y el Talmud.
Resulta interesante que, hasta el día de hoy, el hebreo carece de
un término para describir el libro sagrado cristiano, que contiene el Antiguo
Testamento y el Nuevo Testamento. El pensamiento judío los considera dos libros
sin relación alguna y simplemente rechaza reconocer que pueda haber un único
libro que los incluya a ambos, aunque tal vez se trate del libro más conocido
del mundo.
Es fundamental señalar que los creadores del Nuevo Testamento no
fueron los autores de los veintisiete textos que contiene; fueron sus
compiladores. Debido a la escasez de evidencias del periodo, no podemos saber
si la lista de textos de Atanasio refleja su criterio personal o si se originó
a partir de pensadores cristianos anteriores. Lo que sí sabemos es que antes de
los concilios de Hipona y Cartago había listas de recomendaciones rivales para
los cristianos. A mediados del siglo II, Marción de Sinope codificó la más
antigua de estas listas. El canon de Marción solo incluía el Evangelio de Lucas
y diez epístolas de Pablo. Incluso estos once textos eran algo diferentes de
las versiones que más tarde se canonizaron en Hipona y Cartago. O bien Marción
desconocía textos como el Evangelio de Juan y el libro de la Revelación, o no
los tenía en mucha estima.
El padre de la iglesia san Juan Crisóstomo, contemporáneo del
obispo Atanasio, recomendó solo veintidós libros; dejó fuera de su lista II
Pedro, II Juan, III Juan, Judas y Revelación. Todavía hoy, varias iglesias
cristianas de Oriente Próximo siguen la lista reducida de Crisóstomo. La
Iglesia armenia tardó unos mil años en decidirse sobre el libro de la
Revelación, mientras que incluía en su canon la Tercera Epístola a los
Corintios, que otras iglesias —entre ellas la católica y la protestante—
consideran una falsificación. La Iglesia etíope suscribió al completo la lista
de Atanasio, pero le añadió otros cuatro libros: Sínodos, el libro de Clemente,
el libro de la Alianza y la Didascalia. Otras listas respaldaban las dos
epístolas de Clemente, las visiones del Pastor de Hermas, la Epístola de
Bernabé, el Apocalipsis de Pedro y varios textos más que no figuraban en la
selección de Atanasio.
No conocemos las razones exactas por las que textos específicos
fueron aceptados o rechazados por las diferentes iglesias, los concilios
eclesiásticos y los padres de la Iglesia. Pero las consecuencias fueron
trascendentales. Aunque las iglesias tomaron decisiones sobre los tex-tos, los
propios textos moldearon las iglesias. Como ejemplo significativo, pensemos en
el papel de las mujeres en la Iglesia. Algunos de los primeros líderes
cristianos consideraban que las mujeres eran inferiores a los hombres desde el
punto de vista intelectual y ético, y adujeron que las mujeres debían limitarse
a ejercer papeles subordinados en la sociedad y en la comunidad cristiana.
Estas opiniones se reflejaron en textos como la Primera Epístola a Timoteo.
En uno de sus pasajes, el texto, atribuido a san Pablo, afirma:
«Que la mujer aprenda en silencio, con plena sumisión. No consiento que
la mujer enseñe ni domine al marido, sino que se mantenga en silencio, pues
primero fue formado Adán, después Eva. Y no fue Adán el seducido, sino Eva,
quien, seducida, incurrió en la transgresión. Se salvará al engendrar hijos si
persevera en la fe, en la caridad y en la castidad, acompañada de la modestia»
(2, 11-15). Pero varios eruditos modernos, así como algunos líderes cristianos
antiguos como Marción, han considerado que esta carta es una falsificación del
siglo II atribuida a san Pablo, pero escrita en realidad por otra persona.
En oposición a I Timoteo, durante los siglos II, II y IV e. c.
hubo importantes textos cristianos que consideraban a las mujeres iguales a los
hombres y que incluso autorizaban a mujeres a ocupar puestos de liderazgo, como
el Evangelio de María» o los Hechos de Pablo y Tecla. Este último se escribió
más o menos en la misma época que I Timoteo, y durante un tiempo fue muy
popular.6 Narra las aventuras de san Pablo y de su discípula Tecla, y describe
cómo Tecla no solo obró numerosos milagros, sino que se bautizó con sus propias
manos y predicaba a menudo. Durante siglos, Tecla fue una de las santas
cristianas más veneradas y se la vio como prueba de que las mujeres podían
bautizar, predicar y dirigir comunidades cristianas.
Antes de los concilios de Hipona y Cartago, no estaba claro que I
Timoteo tuviera más autoridad que los Hechos de Pablo y Tecla. Con la inclusión
de I Timoteo en su lista de recomendaciones y el rechazo de los Hechos de Pablo
y Tecla, los obispos y teólogos reunidos moldearon la concepción que los
cristianos han tenido de las mujeres hasta nuestros días. Solo podemos
conjeturar qué caminos habría seguido el cristianismo si el Nuevo Testamento
hubiera incluido los Hechos de Pablo y Tecla en lugar de I Timoteo. Quizá,
además de padres como Atanasio, la Iglesia hubiera tenido madres, mientras que
la misoginia se habría considerado una herejía peligrosa que pervertía el
mensaje de amor universal de Jesús.
Así como la mayoría de los judíos olvidaron que los rabinos habían
compilado el Antiguo Testamento, la mayoría de los cristianos olvidaron que los
concilios de la Iglesia compilaron el Nuevo Testamento, y simplemente
terminaron por verlo como la palabra infalible de Dios. Pero, mientras se
consideraba que el libro sagrado era la fuente suprema de autoridad, el proceso
de compilación dejó el poder real en manos de la institución que lo componía.
En el judaísmo, la canonización del Antiguo Testamento y de la Mishná fueron de
la mano de la creación de la institución rabínica. En el cristianismo, la
canonización del Nuevo Testamento fue de la mano de la creación de una Iglesia
cristiana unificada. Los cristianos confiaban en los funcionarios eclesiásticos
—como el obispo Atanasio— debido a lo que leían en el Nuevo Testamento, pero
tenían fe en el Nuevo Testamento porque era lo que los obispos les decían que
leyeran. La tentativa de conceder toda la autoridad a una tecnología
sobrehumana infalible condujo a la aparición de una institución humana nueva y
poderosísima, la Iglesia. (pp. 123-128)
Preguntas para reflexionar:
- ¿Cómo cuestiona la diversidad de textos hallados en los rollos del mar Muerto la idea de un canon bíblico fijo y universal en el judaísmo antiguo? ¿Qué implicaciones tiene esto para entender la formación de la Biblia hebrea?
- ¿En qué medida influyeron las decisiones humanas, motivadas por criterios teológicos, políticos o sociales, en la selección de los textos del Nuevo Testamento, y cómo afecta esto a la autoridad y neutralidad doctrinal del canon cristiano actual?
Referencia:
Harari, Y. (2024). NEXUS. Una breve historia de las redes de
información desde la Edad de Piedra hasta la IA. (J. Ros, Trad.). Penguin
Random House Grupo Editorial. (Obra original publicada en 2024).
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