jueves, 15 de mayo de 2025

NEXUS: Una breve historia de las redes de información desde la edad de piedra hasta la IA.

NEXUS de YUVAL NOAH HARARI


PARTE I REDES HUMANAS.
4. Errores: la fantasía de la Infalibilidad. (Fragmento). 

LA ELABORACIÓN DE LA BIBLIA HEBREA.

Durante el primer milenio a. e. c., profetas, sacerdotes y estudiosos judíos produjeron una extensa colección de relatos, documentos, profecías, poemas, plegarias y crónicas. La Biblia como un único volumen sagrado no existía en tiempos bíblicos. El rey David o el profeta Isaías nunca vieron una copia de la Biblia.

De manera errónea, a veces se afirma que, de todas las que han llegado a nuestros días, la copia más antigua de la Biblia procede de los rollos del mar Muerto. Estos rollos son un conjunto de unos novecientos documentos escritos principalmente durante los dos últimos siglos a. e. c. y que se encontraron en varias cuevas en las inmediaciones de Qumrán, una aldea cercana al mar Muerto. La mayoría de los estudiosos cree que constituían el archivo de una secta judía que vivió cerca.

Es importante señalar que ninguno de los rollos contiene una copia de la Biblia y que ninguno indica que los veinticuatro libros del Antiguo Testamento se consideraran una base de datos única y completa. Algunos de los rollos sí que registran textos que en la actualidad forman parte de la Biblia canónica. Por ejemplo, diecinueve rollos y fragmentos de manuscritos conservan partes del libro del Génesis. Pero muchos registran textos que posteriormente fueron excluidos de la Biblia. Por ejemplo, más de veinte rollos y fragmentos conservan partes del libro de Enoc, un libro que se supone que escribió el patriarca Enoc, bisabuelo de Noé, y que contiene la historia de los ángeles y los demonios, así como una profecía sobre la llegada del Mesías. Al parecer, los judíos de Qumrán concedían gran importancia tanto al Génesis como a Enoc, y no consideraban que el Génesis fuera canónico y que Enoc fuera apócrifo. De hecho, hasta el día de hoy algunos judíos etíopes y algunas sectas cristianas consideran que Enoc forma parte de su canon.

Incluso los pergaminos que registran futuros textos canónicos difieren en ocasiones de la versión canónica actual. Por ejemplo, el texto canónico del Deuteronomio 32, 8 dice que Dios dividió los pueblos de la Tierra según «el número de hijos de Israel». En cambio, la versión registrada en los rollos del mar Muerto reza que fue según «el número de hijos de Dios», lo que implica un hecho bastante llamativo, y es que Dios tiene múltiples hijos. En el Deuteronomio 8, 6, el texto canónico insta a los fieles a temer a Dios, mientras que la versión de los rollos del mar Muerto les pide que amen a Dios. Algunas versiones ofrecen variaciones mucho más sustanciales que una sola palabra aquí o allí. Los pergaminos de los Salmos contienen salmos enteros que no forman parte de la Biblia canónica (en especial los salmos 151, 154 y 155).

De forma similar, la traducción más antigua de la Biblia —la Septuaginta griega, compuesta entre los siglos III y II a. e. c., se diferencia en muchos aspectos de la versión canónica posterior. Incluye, por ejemplo, los libros de Tobías, Judit, Sirac, Macabeos, la Sabiduría de Salomón, los Salmos de Salomón y el salmo 151. También contiene versiones más extensas de Daniel y Ester. Su libro de Jeremías es un 15 por ciento más breve que en la versión canónica. Finalmente, en Deuteronomio 32, 8, la mayoría de los manuscritos de la Septuaginta hablan de «hijos de Dios» o de «ángeles de Dios», y no de «hijos de Israel».

Se necesitaron siglos de debates minuciosos entre eruditos judíos —conocidos como rabinos— para racionalizar la base de datos canónica y decidir qué textos de los muchos que había en circulación formarían parte de la Biblia como palabra oficial de Yahveh y cuáles serían excluidos. Es probable que en la época de Jesús se hubiese alcanzado un acuerdo sobre la mayoría de los textos, pero incluso un siglo después había rabinos que seguían discutiendo si el Cantar de los Cantares debía formar parte del canon. Ciertos rabinos condenaban el texto como poesía amorosa secular, mientras que el rabino Akiva (m. el 135 e. c.) lo defendía como una creación del rey Salomón inspirada por la divinidad. Es bien sabido que Akiva dijo que «El Cantar de los Cantares es el Santo de los Santos». Al parecer, para finales del siglo I e. c. se había alcanzado un consenso generalizado entre los rabinos judíos acerca de qué textos formaban parte del canon bíblico y cuáles no, pero los debates sobre este asunto, y sobre la redacción, el deletreo y la pronunciación precisos de cada texto no acabaron de resolverse hasta la era Masorética (del siglo VII al X e. c.).

Este proceso de canonización decidió que el Génesis era la palabra de Yahveh, pero que el libro de Enoc, la Vida de Adán y Eva y el Testamento de Abraham eran invenciones humanas. Los Salmos del rey David fueron canonizados (menos los salmos 151 a 155), pero los Salmos del rey Salomón, no. El libro de Malaquías obtuvo el sello de aprobación; el libro de Baruc, no. Crónicas, sí; Macabeos, no.

Resulta interesante que varios de los libros que se mencionan en la propia Biblia no consiguieran entrar en el canon. Por ejemplo, los libros de Josué y Samuel se refieren a un texto sagrado muy antiguo conocido como libro de Jaser (Josué 10, 13, II Samuel 1,18). El libro de Números se refiere al «libro de las Guerras de Yahveh» (Números 21, 14). Y, cuando II Crónicas valora el reinado del rey Salomón, concluye diciendo que «el resto de los hechos de Salomón, los primeros y los postreros, ¿no está escrito en los libros de Natán, profeta, en el de Ajías, silonita, y en las profecías de Ido, vidente, contra Jeroboam, hijo de Nabat?» (II Crónicas 9, 29). Los libros de Ido, Ajías y Natán, así como los libros de Jaser y las Guerras de Yahveh no se hallan en la Biblia canónica. Por lo visto, no fueron excluidos a propósito; simplemente se perdieron.

Con el canon cerrado, la mayoría de los judíos fueron olvidando el papel de las instituciones humanas en el complicado proceso de compilar la Biblia. La ortodoxia judía mantuvo que Dios en persona había legado a Moisés toda la primera parte de la Biblia, la Torá, en el monte Sinaí. Además, muchos rabinos adujeron que Dios creó la Torá en los mismos albores de los tiempos, de modo que incluso personajes bíblicos que vivieron antes de Moisés —como Noé y Adán— la leyeron y la estudiaron. El resto de las partes de la Biblia también llegaron a considerarse obra de la divinidad o un texto inspirado por ella, muy diferente de compilaciones humanas ordinarias. Una vez se cerrara el libro sagrado, se esperaba que los judíos tuvieran acceso directo a la palabra exacta de Yahveh, que ningún humano falible o institución corrupta podría borrar ni alterar.

Anticipándose en unos dos mil años a la idea de la cadena de bloques, los judíos empezaron a hacer numerosas copias del código sagrado, y se suponía que cada comunidad judía debía tener al menos una en su sinagoga o en su bet midrash (sala de estudios). Esto estaba destinado a alcanzar un doble objetivo. Primero, divulgar muchas copias del libro sagrado garantizaba una democratización de la religión y el establecimiento de unos límites estrictos al poder de posibles autócratas humanos. Mientras que los archivos de los faraones egipcios y de los reyes asirios otorgaban poder a la insondable burocracia real a expensas de las masas, el libro sagrado judío parecía conceder Poder a las masas, que ahora podían hacer que incluso el líder más descarado tuviese que responder ante las leyes de Dios.

Segundo, y más importante, poseer muchas copias del mismo libro impedía que el texto se manipulara. Si había miles de copias idénticas en numerosos lugares, cualquier intento de cambiar ni que fuera una única letra del código sangrado podría denunciarse fácilmente como un fraude. Con numerosas biblias disponibles en localidades distantes los judíos sustituyeron el despotismo humano por la soberanía divina. Ahora el orden social quedaba garantizado gracias a la tecnología infalible del libro. O eso parecía. (pp. 114-118)
 

LA BIBLIA DIVIDIDA

La descripción anterior de la canonización de la Biblia y de la creación de la Mishná y el Talmud pasa por alto un dato muy importante. El proceso de canonización de la palabra de Yahveh creó no una cadena de textos, sino varias cadenas en competencia. Había gente que creía en Yahveh, pero no en los rabinos. La mayoría de estos disidentes aceptaban el primer bloque de la cadena bíblica, al que llamaban Antiguo Testamento. Pero, ya antes de que los rabinos cerraran dicho bloque, los disidentes rechazaron la autoridad de la institución rabínica, lo que los condujo a un posterior rechazo de la Mishná y del Talmud. Estos disidentes eran los cristianos. 

Cuando surgió en el siglo I e. c., el cristianismo no era una religión unificada, sino más bien una serie de movimientos judíos que no estaban de acuerdo en muchas cosas, excepto en que todos consideraban que Jesucristo —y no la institución rabínica— ejercía como autoridad suprema sobre las palabras de Yahveh. Los cristianos aceptaban la divinidad de textos como el Génesis, Samuel e Isaías, pero aducían que los rabinos los interpretaban mal y que solo Jesús y sus discípulos conocían el verdadero significado de pasajes como «el Señor mismo os dará por eso la señal: he aquí que la virgen grávida da a luz, y le llama Emmanuel» (Isaías 7, 14). Los rabinos dijeron almah, que significa «mujer joven», Immanuel, que significa «Dios con nosotros» (en hebreo immanu quiere decir «con nosotros» y el significa «Dios»), y todo el pasaje se interpretó como una promesa divina de ayuda al pueblo judío en su lucha contra los imperios extranjeros y opresores. En contraste, los cristianos aducían que almah significaba «virgen», que Immanuel significaba que Dios nacería literalmente entre los humanos, y que esto profetizaba que el divino Jesús nacería de la Virgen María en la Tierra.

Sin embargo, al rechazar la autoridad de la institución rabínica y aceptar al mismo tiempo la posibilidad de nuevas revelaciones divinas, los cristianos abrieron las puertas al caos. En el siglo I e. c., y todavía más en los siglos II y III e. c., aparecieron diferentes cristianos cargados de interpretaciones radicalmente nuevas de libros como el Génesis e Isaías, así como de una plétora de nuevos mensajes de Dios. Puesto que rechazaban la autoridad de los rabinos, puesto que Jesús estaba muerto y no podía mediar entre ellos y puesto que todavía no existía una iglesia cristiana unificada, ¿Quién podía decidir qué interpretaciones y mensajes estaban inspirados por la divinidad?

Así, Juan no fue el único en describir el fin del mundo en su Apocalipsis (el libro de la Revelación). Tenemos muchos más apocalipsis de esta época; por ejemplo, el Apocalipsis de Pedro, el Apocalipsis de Jaime e incluso el Apocalipsis de Abraham. Y, en cuanto a la vida y las enseñanzas de Jesús, además de los cuatro Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, los primeros cristianos tenían el Evangelio de Pedro, el Evangelio de María, el Evangelio de la Verdad, el Evangelio del Salvador*s y otros varios. De modo similar, además de los Hechos de los Apóstoles, hubo al menos otra docena de Hechos, como los Hechos de Pedro y los Hechos de Andrés. Las cartas fueron todavía más prolíficas. La mayoría de las biblias actuales contienen catorce epístolas atribuidas a Pablo, tres atribuidas a Juan, dos a Pedro y una a Jaime y otra a Judas. Los antiguos cristianos estaban familiarizados no solo con las cartas paulinas adicionales (como la Epístola a los Laodicenses), sino con otras numerosas epístolas supuestamente escritas por otros discípulos y santos.

El hecho de que los cristianos compusieran cada vez más evangelios, epístolas, profecías, parábolas, plegarias y otros textos hizo difícil saber a cuáles prestar atención. Los cristianos necesitaban una institución que los clasificara. Así fue como se creó el Nuevo Testamento. Más o menos en la misma época en que los debates entre rabinos judíos producían la Mishná y el Talmud, los debates entre sacerdotes, obispos y teólogos cristianos produjeron el Nuevo Testamento.

En una carta del año 367 e. c., el obispo Atanasio de Alejandría recomendaba veintisiete textos que los fieles cristianos debían leer, una colección bastante ecléctica de relatos, cartas y profecías escritos por personas diferentes en épocas y lugares distintos. Atanasio recomendaba el Apocalipsis de Juan, pero no los de Pedro o Abraham. Aprobaba la Epístola de Pablo a los Gálatas, pero no la Epístola de Pablo a los Laodicenses. Aceptaba los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, pero rechazaba el Evangelio de Tomás y el Evangelio de la Verdad.

Una generación más tarde, en los concilios de Hipona (393) y Cartago (397), las reuniones de obispos y teólogos desembocaron en la canonización formal de esta lista de recomendaciones, que se conoció como Nuevo Testamento. Cuando los cristianos hablan de «la Biblia», se refieren al Antiguo Testamento y al Nuevo Testamento. En cambio, el judaísmo no aceptó nunca el Nuevo estamento y, cuando los judíos hablan de «la Biblia», se refieren solo al Antiguo Testamento, que se complementa con la Mishná y el Talmud.

Resulta interesante que, hasta el día de hoy, el hebreo carece de un término para describir el libro sagrado cristiano, que contiene el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento. El pensamiento judío los considera dos libros sin relación alguna y simplemente rechaza reconocer que pueda haber un único libro que los incluya a ambos, aunque tal vez se trate del libro más conocido del mundo.

Es fundamental señalar que los creadores del Nuevo Testamento no fueron los autores de los veintisiete textos que contiene; fueron sus compiladores. Debido a la escasez de evidencias del periodo, no podemos saber si la lista de textos de Atanasio refleja su criterio personal o si se originó a partir de pensadores cristianos anteriores. Lo que sí sabemos es que antes de los concilios de Hipona y Cartago había listas de recomendaciones rivales para los cristianos. A mediados del siglo II, Marción de Sinope codificó la más antigua de estas listas. El canon de Marción solo incluía el Evangelio de Lucas y diez epístolas de Pablo. Incluso estos once textos eran algo diferentes de las versiones que más tarde se canonizaron en Hipona y Cartago. O bien Marción desconocía textos como el Evangelio de Juan y el libro de la Revelación, o no los tenía en mucha estima.

El padre de la iglesia san Juan Crisóstomo, contemporáneo del obispo Atanasio, recomendó solo veintidós libros; dejó fuera de su lista II Pedro, II Juan, III Juan, Judas y Revelación. Todavía hoy, varias iglesias cristianas de Oriente Próximo siguen la lista reducida de Crisóstomo. La Iglesia armenia tardó unos mil años en decidirse sobre el libro de la Revelación, mientras que incluía en su canon la Tercera Epístola a los Corintios, que otras iglesias —entre ellas la católica y la protestante— consideran una falsificación. La Iglesia etíope suscribió al completo la lista de Atanasio, pero le añadió otros cuatro libros: Sínodos, el libro de Clemente, el libro de la Alianza y la Didascalia. Otras listas respaldaban las dos epístolas de Clemente, las visiones del Pastor de Hermas, la Epístola de Bernabé, el Apocalipsis de Pedro y varios textos más que no figuraban en la selección de Atanasio.

No conocemos las razones exactas por las que textos específicos fueron aceptados o rechazados por las diferentes iglesias, los concilios eclesiásticos y los padres de la Iglesia. Pero las consecuencias fueron trascendentales. Aunque las iglesias tomaron decisiones sobre los tex-tos, los propios textos moldearon las iglesias. Como ejemplo significativo, pensemos en el papel de las mujeres en la Iglesia. Algunos de los primeros líderes cristianos consideraban que las mujeres eran inferiores a los hombres desde el punto de vista intelectual y ético, y adujeron que las mujeres debían limitarse a ejercer papeles subordinados en la sociedad y en la comunidad cristiana. Estas opiniones se reflejaron en textos como la Primera Epístola a Timoteo.

En uno de sus pasajes, el texto, atribuido a san Pablo, afirma: «Que la mujer aprenda en silencio, con plena sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni domine al marido, sino que se mantenga en silencio, pues primero fue formado Adán, después Eva. Y no fue Adán el seducido, sino Eva, quien, seducida, incurrió en la transgresión. Se salvará al engendrar hijos si persevera en la fe, en la caridad y en la castidad, acompañada de la modestia» (2, 11-15). Pero varios eruditos modernos, así como algunos líderes cristianos antiguos como Marción, han considerado que esta carta es una falsificación del siglo II atribuida a san Pablo, pero escrita en realidad por otra persona.

En oposición a I Timoteo, durante los siglos II, II y IV e. c. hubo importantes textos cristianos que consideraban a las mujeres iguales a los hombres y que incluso autorizaban a mujeres a ocupar puestos de liderazgo, como el Evangelio de María» o los Hechos de Pablo y Tecla. Este último se escribió más o menos en la misma época que I Timoteo, y durante un tiempo fue muy popular.6 Narra las aventuras de san Pablo y de su discípula Tecla, y describe cómo Tecla no solo obró numerosos milagros, sino que se bautizó con sus propias manos y predicaba a menudo. Durante siglos, Tecla fue una de las santas cristianas más veneradas y se la vio como prueba de que las mujeres podían bautizar, predicar y dirigir comunidades cristianas.

Antes de los concilios de Hipona y Cartago, no estaba claro que I Timoteo tuviera más autoridad que los Hechos de Pablo y Tecla. Con la inclusión de I Timoteo en su lista de recomendaciones y el rechazo de los Hechos de Pablo y Tecla, los obispos y teólogos reunidos moldearon la concepción que los cristianos han tenido de las mujeres hasta nuestros días. Solo podemos conjeturar qué caminos habría seguido el cristianismo si el Nuevo Testamento hubiera incluido los Hechos de Pablo y Tecla en lugar de I Timoteo. Quizá, además de padres como Atanasio, la Iglesia hubiera tenido madres, mientras que la misoginia se habría considerado una herejía peligrosa que pervertía el mensaje de amor universal de Jesús.

Así como la mayoría de los judíos olvidaron que los rabinos habían compilado el Antiguo Testamento, la mayoría de los cristianos olvidaron que los concilios de la Iglesia compilaron el Nuevo Testamento, y simplemente terminaron por verlo como la palabra infalible de Dios. Pero, mientras se consideraba que el libro sagrado era la fuente suprema de autoridad, el proceso de compilación dejó el poder real en manos de la institución que lo componía. En el judaísmo, la canonización del Antiguo Testamento y de la Mishná fueron de la mano de la creación de la institución rabínica. En el cristianismo, la canonización del Nuevo Testamento fue de la mano de la creación de una Iglesia cristiana unificada. Los cristianos confiaban en los funcionarios eclesiásticos —como el obispo Atanasio— debido a lo que leían en el Nuevo Testamento, pero tenían fe en el Nuevo Testamento porque era lo que los obispos les decían que leyeran. La tentativa de conceder toda la autoridad a una tecnología sobrehumana infalible condujo a la aparición de una institución humana nueva y poderosísima, la Iglesia. (pp. 123-128)


Preguntas para reflexionar: 

  1. ¿Cómo cuestiona la diversidad de textos hallados en los rollos del mar Muerto la idea de un canon bíblico fijo y universal en el judaísmo antiguo? ¿Qué implicaciones tiene esto para entender la formación de la Biblia hebrea?
  2. ¿En qué medida influyeron las decisiones humanas, motivadas por criterios teológicos, políticos o sociales, en la selección de los textos del Nuevo Testamento, y cómo afecta esto a la autoridad y neutralidad doctrinal del canon cristiano actual?


Referencia: 

Harari, Y. (2024). NEXUS. Una breve historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA. (J. Ros, Trad.). Penguin Random House Grupo Editorial. (Obra original publicada en 2024). 

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