“Hoy he tenido suerte; he
despertado y estoy vivo. Tengo esta vida valiosa
y no la desperdiciaré” – Tenzin
Gyatso.
Ahora mismo estoy escuchando
la Sonata N.1 para violín de Johann Sebastian Bach. Una obra increíble en todos
los sentidos, con emociones, colores y sabores incomparables. Para mí, es un
pedacito del Reino Celestial: un metafísico viaje entre dimensiones que resulta
en un estado de fruición total. ¿Qué es? Se siente como satisfacción, placer, tranquilidad
y agitación al mismo tiempo, porque puede llamarse: felicidad.
Como en esta ocasión, he
experimentado la felicidad al igual que (ojalá) todos los seres vivos. Sin embargo, jamás he
reparado en ella: está ahí sin estudiarse. Nos concentramos en las ocupaciones
y devociones de la vida mientras ignoramos muchos aspectos beneficiosos. Es decepcionante
reconocer que un concepto tan primitivo y común, lo tomemos por sentado – así
lo hacemos con otros–. No obstante, un estimado profesor de Religión precisó en
cavilar acerca del sentimiento que me provocan las fugas de Bach y demás cosas,
mediante el libro “El Arte de la Felicidad”.
La obra solo es un compendio
de conversaciones entre un psicólogo y un hombre llamado Dalai Lama,
cuya existencia me resbalaba. Aún así, el libro me ha provocado varias
epifanías y ahora le agradezco enormemente al líder budista. Sus ideales son
tan prácticos, elementales y a la vez tan profundos, que resulta asombroso deleitarse
con unas parvas frases parafraseadas.
En principio, el anciano sabio
afirma que el propósito de vida es buscar la felicidad mediante la disciplina
mental que supone. Entonces, durante toda la obra expone cómo alcanzar este
sentimiento divino, los factores que la propician, los que no, los conceptos que
mantienen relación y mucho más.
Es interesantísimo razonar su
veracidad: todos queremos la felicidad. Independientemente de nuestra opinión siempre
es lógico asumir un deseo de vivir bien. Nadie lo negará. Sin embargo, es menester
definir la felicidad para adentrarnos en su escrutinio. Por ello, el
Dalai Lama apunta a varios componentes de la emoción, como presentar un estado
mental sereno, paz y satisfacción interior, compasión, deseo útil, (in)dependencia
de los demás, intimidad, salud, motivación, meditación, iluminación, entre
otros.
Sin embargo, el que más me ha
impactado es el sufrimiento, un estado que consideramos antinatural,
rechazable y acuciosamente eludible. El Dalai Lama cree todo lo contrario,
sosteniendo su importancia a la hora de verlo como un factor de felicidad. Él piensa
que en el sufrimiento moralizamos a los otros, llenando nuestros pensamientos y
acciones de compasión. ¿Acaso estamos destinados a sufrir? ¿Acaso no nos
habían prometido una vida de amor? ¿Por qué debemos pagar el alto precio de la
felicidad?
El argumento del sabio parece
descabellado. ¿Cómo que nos está obligando a sufrir? No se preocupe porque la
explicación es sencilla. Al sufrir, la tristeza invade el alma y el corazón se
quema mientras la autoestima desaparece. No obstante, de esa flébil derrota nace
una cascada de humildad, que lleva al altruismo, que lleva a la compasión, que
lleva al humanismo, que lleva a la sana convivencia, que lleva al bienestar,
que lleva a la felicidad. De esta manera, se aplica lo dicho por el maestro.
Este libro es una guía
espiritual para la senda de cada uno. Por ello, saco elementos de allí pero que
a su vez me invitan a reflexionar y concluir los propios. En estos días he
pensado (sí, lo he hecho) y me doy cuenta de un fenómeno repetitivo: hay balance.
Seguramente me estoy
enloqueciendo, pero creo firmemente que estamos en equilibro emocional, de alguna manera.
Tenemos en igual éxitos y fracasos, la risa conlleva lágrimas, la tranquilidad
indica estrés, la decepción sugiere amor, etc. Así, una gran felicidad se
paga con un gran sufrimiento: ambos se complementan para lograr una ponderación
absoluta. No es extraño que varias religiones orientales, indígenas hasta películas adopten el tema.
Por otro lado, el componente
humano de Dalai Lama merece reflexión. A través de sus fuentes de felicidad busca
siempre recordarnos que todos somos seres humanos se deben comprender como
iguales. El guía espiritual habla sobre amar a su enemigo, aceptar el cambio,
mejorar sus relaciones sociales, practicar la paciencia, escuchar las opiniones
y mucho más. Estos temas comparten algo en común: buscan paz. Un valor
tan perdido que significa más que la ausencia de violencia, ya que se necesita
de una confianza mutua y una total desmilitarización tanto física como
espiritual.
En diferente instancia se
encuentra la herramienta propuesta para superar los obstáculos. Personalmente,
jamás medito y me doy cuenta que debería hacerlo – las únicas meditaciones que
he familiarizado son las de Massenet y Tchaikovsky–. Según el sabio, a través
de esa abstracción se logra mirar al mundo de una forma distinta, abriendo el
alma y permitiendo que la felicidad verdaderamente invada nuestra cotidianidad.
Enseña técnicas que parecen ser útiles.
Para concluir, quisiera
destacar que la búsqueda de la felicidad no es tarea fácil. Es lindo sentarme
escribir como todos los domingos una columna que invite a la reflexión, pero
aplicar las ideas de Dalai Lama es complicado. Sin embargo, en medio
del balance y con mucha
práctica, sé que es posible. Disfrutaré naturalmente lo que me hace feliz, las
sonatas de Bach me seguirán alegrando el rato y quizás, algún día pueda alcanzar
este estado mental. Lo sé…este libro es para leerlo repetidamente. Hasta una
próxima ocasión.
Juan
David Beltrán P.
Noviembre
8, 2020
Si deseas leer más escritos
del autor, puedes visitar su columna “Opinión E Incertidumbre”
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